El sueño de ser Calero
En la
vida de un hombre debe haber pocos desplantes peores que éste: que tu hijo, a
quien con tanto esfuerzo criaste, se haga hincha del otro equipo de tu ciudad. Que
el muchacho malcriado desobedezca no tiene nada de raro, pero que decida
ponerse la camiseta del equipo de enfrente debe ser casi como una puñalada en
el corazón. Pues bien, eso hice yo, insensato niño de 7 años, por allá a
finales del siglo pasado. Me hice hincha de Atlético Nacional, a pesar de que
mi padre ha defendido a muerte el rojo y azul del DIM desde mediados de los
años cincuenta.
Pero yo
creo que la culpa de eso no la tengo yo, ni la tiene mi papá, ni la tiene el
DIM. El responsable de eso tiene nombre propio: Miguel Ángel Calero Rodríguez. Un
portento del arco que llegó a defender los colores de mi equipo del alma cuando
yo apenas había vivido poco más de un lustro. Ese es el responsable de que yo
haya escogido para siempre el verde y blanco, y también el culpable de que desde
mi más tierna infancia haya decidido ser arquero, la posición más ingrata del
fútbol. El tema es que con el tiempo me di cuenta de que yo no quería ser
portero: simplemente, quería ser Miguel Calero.
En
ese espacio de recuerdos de la infancia que no se borran a pesar del paso del
tiempo tiene un lugar privilegiado Miguel Calero. Sus grandes atajadas, su
presencia en la cancha, la manera de intimidar a los rivales, sus sonrisas
cuando salía al gramado del Atanasio, la naturalidad con la que llevaba la banda
de capitán, todo era para mi infantil cabeza un descubrimiento continuo. Ese trasegar
de Atlético Nacional por el campeonato de 1999 fue el momento definitivo en el
que decidí que sería verde para el resto de mi vida. Pero cuando los once
dirigidos por Mostaza Merlo y después por Luis Fernando Suárez saltaban al
campo, a mí no me importaba Grisales, ni León Darío, ni Morantes, ni siquiera
el Campero Álvarez. A mí me importaba Calero, sólo miraba al gigante bajo los
tres palos.
Y así,
con ese título del 99, en esa final sufrida hasta el fin en la que Calero como
todo un héroe se hizo expulsar en el partido de ida por detener una embestida
del Tigre Castillo, en esa serie de penales en la que Robinson Martínez definió
a la izquierda de Diego Gómez y colgó la séptima en el escudo, en esa noche de diciembre,
ahí murieron definitivamente para mí las historias épicas que me contaba mi
papá sobre Omar Orestes Corbata. Porque yo estaba viviendo la historia, yo
estaba viendo la épica. La gloria se vestía de verde y blanco, y el líder de
ese ejército era Miguel Calero.
Pocas
veces el fútbol me ha producido vacíos tan grandes en el corazón como el día
que leí en el periódico que Miguel Calero se iba a jugar a México. No podía
creer que mi ídolo se había ido tan rápido como había llegado. Ese sentimiento
de orfandad nunca más lo volví a sentir. Esa zozobra de pensar que el arco
verde quedaba en manos de Milton Patiño y de Hugo Tuberquia causó una angustia
tan grande en mi corazón de tan sólo 9 años que incluso pensé en no volver a
ver fútbol. Porque por mucho que me esforzara, ya no estaría ahí Miguel Calero
para salvarnos de Ivan René Valenciano y del Tren Valencia en los clásicos con
el DIM. Ya no estaría para atajar los tiros de Víctor Bonilla en los duelos con
el Cali. Ya no habría nadie para ampararnos cuando Frankie Oviedo sacara sus
tiros endemoniados en los partidos con el América. Ya no estaba Miguel. Ya nada
valía la pena.
Pero con
el tiempo me di cuenta de que simplemente la vida seguía, y de que aún sin
Miguel había que echar para adelante. Pero mientras yo comenzaba a hacer mis
primeros pinitos en el arco, Nacional se convirtió en un equipo endeble. Mientras
yo alimentaba mi sueño de ser el Show Calero, el arco de Nacional seguía extrañando
esa personalidad colosal. Tuvieron que pasar 6 años para que el Verde volviera
a ser campeón, y yo desistí definitivamente de mi idea de ser arquero
profesional. Todo, en parte, porque Miguel ya nunca más volvió a pisar el
Atanasio.
Ese
gigante es el que se ha ido para el cielo. El único hombre capaz de permitirme
tomar el atrevimiento de llevarle la contraria a mi papá en un tema tan serio
como este. El mayor argumento que tuvo mi cabeza para decidir que íbamos a
seguir al Verde. El mayor causante de que mi pasión por el fútbol terminara por
desbordarse.
Gracias
Show por tantas locuras, gracias capitán por tantas atajadas, gracias Miguel
por tantas alegrías. Ahora, entre lágrimas al verlo partir, sólo puedo decir
que desde chico, siempre soñé con ser Miguel Calero. Y hasta el día de hoy,
nunca me he arrepentido de ese sueño.
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