Con los ojos del niño
Con nuestro
trabajo existen como dos narrativas, que paradójicamente tienen algo de
contradictorias. Por un lado, está la típica historia de prensa, que desempolva
los archivos para contar “que en ese
memorable partido que se jugó en tal ciudad hace 20 años estaba como
recogebolas Fulano”, siendo Fulano el crack de moda en el presente. Es como
si al escarbar en el pasado de un futbolista, mencionar que en su juventud fue
recogebolas del equipo en el que ahora juega le agregara un poco de mística al
relato.
Pero
curiosamente, al mismo tiempo, a nuestro trabajo lo relacionan a veces con los
troncos. Cuando a una persona se le quiere decir que juega mal al fútbol, se le
dice que es más malo que el recogebolas. O que no sirve ni para recogebolas. O,
para atenuar el mensaje, se le sugiere que es más útil detrás del arco devolviendo
balones.
Siempre me ha
llamado la atención esa dicotomía. Por un lado, la historia del crack tiene más
sabor si resulta ser que era recogebolas. Pero al mismo tiempo, al que juega
mal se le dice que vaya de recogebolas. ¿En qué quedamos? ¿Qué es lo esencial
para ser recogebolas: jugar bien o jugar mal al fútbol?
Como esa
pregunta no tiene respuesta histórica, yo prefiero ir a lo más fundamental del
asunto. En ese caso, lo esencial salta a la vista: lo más importante para ser
recogebolas es ser niño.
Se han escrito toneladas de tinta a lo largo de la historia sobre la condición existencial del niño. Los filósofos, los literatos, los poetas, los artistas, los autores espirituales, todos de alguna manera encuentran en el niño un algo de puro, de legítimo, de incorrupto, de inocente, que le permite ver el mundo con unos ojos distintos. Con unos ojos que, por impolutos, quizá obtienen de las cosas una visión más genuina.
Se han escrito toneladas de tinta a lo largo de la historia sobre la condición existencial del niño. Los filósofos, los literatos, los poetas, los artistas, los autores espirituales, todos de alguna manera encuentran en el niño un algo de puro, de legítimo, de incorrupto, de inocente, que le permite ver el mundo con unos ojos distintos. Con unos ojos que, por impolutos, quizá obtienen de las cosas una visión más genuina.
Obviamente,
estas cosas no las pensaba cuando era recogebolas. Ejercí ese trabajo para mi
equipo del alma desde los doce hasta los dieciséis años. Más allá no se puede,
porque con esa edad ya no queda ni el último rastro de inocencia. Y sin ella no
se puede ser recogebolas. Nunca lo había profundizado hasta hace poco, pero una
vez captado resulta evidente.
Ser
recogebolas exige la sumisión alegre de los niños que intuyen que el mundo
adulto esconde un no sé qué de fascinante. De otro modo no se explica esa incongruencia
absurda: que un niño le pase el balón a los adultos para que sean ellos los que
jueguen. Visto desde fuera parece desatinado, porque debería ser al contrario.
Pero el niño lo acepta. Lo vive. Porque los niños están mucho más abiertos a
abrazar el misterio.
Lo curioso es
que el recuerdo más vivo que tengo de mi época como recogebolas son las
lágrimas de tristeza que derramé después de la victoria más magistral e
imponente. Otra vez las paradojas. El hecho es que en el partido de vuelta de
la final teníamos que recuperar el cuatro a cero que nos metieron en el partido
de ida.
Nunca había
visto y nunca jamás vi lo que pasó esa tarde.
Todo estaba
minuciosamente preparado para la remontada: inclusive, los recogebolas fuimos
adiestrados para poner el balón en los córners de tal manera que el ejecutante
pudiera hacerlo directamente, sin necesidad de tomar carrera.
Fue una
manifestación de armonía maravillosa. Córner a favor: íbamos como rayos a poner
el balón en el suelo al tiempo que el cobrador venía corriendo desde su posición
en el campo. Y así, sin pensar, –más bien, sin dejar pensar al rival– sin pararse a mirar al área, sabiendo dónde
estaban todos, ¡PUM!, sacaba el córner.
Jugamos un
partido maravilloso. Les dimos un baile sin igual. Fue lo mejor que vi en mi
vida. Metimos cinco goles. Pero en el último minuto, en un córner cobrado (otra
paradoja más) en la esquina que me tocaba a mí, nos meten gol. Tuvimos que
irnos a penales.
Perdimos.
El partido
más espectacular de mi vida. El partido en el que jugadores y recogebolas nos
sincronizamos como los mejores bailarines. El partido en el que entendí que nosotros
también ejercíamos un rol importante. Justo ese partido, que me enseñó el valor
de lo que hacía, fue la derrota más dolorosa.
Por eso, a la
vuelta de los años, considero que es fundamental que los recogebolas sean
niños. El orden real es este: no es que el trabajo sea fácil, y por eso dejamos
que lo hagan niños. Necesitamos que
lo hagan niños porque sólo ellos pueden
hacerlo. Es indispensable para el fútbol que queden todavía ojos inocentes
que brillen ante la magia del balón. Porque para algunos de los veintidós que
están dentro de la cancha ese balón es simplemente su profesión. Para otros, su
rutina. Para algunos, incluso, es su condena.
En cambio,
para el recogebolas, lo que está pasando dentro de la cancha siempre tendrá
algo de mágico. Siempre tendrá ese hálito de misterio que suscita un anhelo
irresistible de querer estar dentro. Siempre tendrá ese algo de permanente que
me impidió expulsar de mi memoria el hecho de que el partido más maravilloso
que vi fue a la vez la derrota más dura.
Por eso es
fundamental que exista el recogebolas. No simplemente para que el juego fluya
más rápido. Sobre todo, es para recordarle a los adultos que están dentro de ese
rectángulo que hay gente que todavía cree. Que aún queda alguien con la piel lo
suficientemente sensible como para que el fuego pueda dejar su huella.
Comentarios