El banderillero de sueños
La siguiente pertenece a una serie de entrevistas ficticias que el autor realizó a esos personajes escondidos que, ocultos y silenciosos, hacen del fútbol una de las más atractivas metáforas de la vida. Al menos de una parte de ella.
Terreno despejado.
Entre el arco y el delantero no quedan sino pocos metros, y ningún rival
excepto el portero. En microsegundos, la mente del jugador que lleva la pelota ya
ha dibujado la escena: nada más pisar el área, va a colocar el balón abajo a la
derecha, pegadito al palo. Va a ser un gol de gran factura, y la multitud va a
explotar de júbilo.
Lo siento. Tengo que
levantar la bandera. Ese muchacho está en fuera de juego.
Ese suceso se
repite mil y mil veces en mi vida. Desde un cierto punto de vista, se
podría afirmar que mi trabajo es frustrar sueños. Decirle a la gente que se ha
pasado de la raya: que su gol, ese gol por el que tanto ha trabajado, sudado,
sangrado durante años, sería válido bajo otras condiciones espacio-temporales.
Un segundo antes, dos centímetros menos. Pero no. Estaba adelantado. Su gol
realmente nunca existió, aunque el balón hubiera cruzado la raya.
No deja de ser simbólico
que mi trabajo sea levantar una bandera. De alguna manera, mi labor se asemeja
a la del banderillero de las corridas. A los toros tiene que lidiarlos el
árbitro, pero es a mí al que me toca darles la estocada, el golpe más duro: el
de anularles goles. Puede que alguien se moleste porque le piten una falta en
el círculo central, pero el enfado no pasa de ahí. A mí, inexorablemente, me
van a odiar siempre. Porque la herida que yo les provoco es de las que hacen
realmente sangrar.
Hasta aquí podría
parecerle que yo disfruto de mi trabajo, como si fuera una especie de sádico
que se regodea en el dolor ajeno. Pero no es así. Literalmente, odio levantar
la bandera. Todos los días rezo para que en mi partido no haya fueras de juego.
Sufro mucho,
mucho, con la frustración que provoco. Pero es mi deber: o levanto la bandera o
me quitan mi trabajo. Porque si no la levanto, de todas formas, alguien me
odiará. O los defensas o los delanteros. O el público de un lado o del otro. O
el juez central, que será criticado por culpa mía. Haga lo que haga, siempre
habrá una condena.
¿Qué porque elegí
este trabajo? Gracias por preguntar. Le apuesto a que menos del uno por ciento
de los aficionados al fútbol se han detenido a pensar sobre la vida personal
del juez de línea.
Cuando era pequeño,
mis compañeros querían ser bomberos, policías o médicos. Yo soñaba con ser
abogado. Me gustaba la idea de pensar la ley, de impartir la ley, de aportar de
alguna manera al orden del universo a través de la recta convivencia de la
humanidad. Hasta que un día fui a un partido del equipo de mi pueblo, y presencié
una escena estremecedora.
Era un partido
empatado. El equipo del pueblo –mi equipo, el que yo seguía desde que tengo
memoria– necesitaba ganar sí o sí para no irse al descenso. En el último
minuto, metimos gol. Éxtasis. Júbilo. Algarabía.
Pero el juez de
línea levantó la bandera. Fuera de juego. Nos fuimos al descenso.
Nunca vi tanta
histeria colectiva, tanto odio, tanta furia irracional volcada sobre un
individuo. El estadio entero gritaba cosas que eran ininteligibles,
sencillamente porque cada uno gritaba más fuerte que el de al lado. Miles de
verdugos condenando al inocente que no hizo más que su trabajo.
(Un pequeño
inciso: a nadie se le ocurrió jamás que la culpa fue del tipo que hizo el pase
dos segundos tarde, por no querer devolver la pared al primer toque. A usted
que es periodista, le hago esta invitación: debería escribir algo sobre las
personas que no devuelven las paredes. Esos sí que merecen la repulsa popular.
No el pobre juez de línea que vio su nombre manchado para siempre).
Yo no sentí rabia.
Mi equipo se iba al descenso, pero mi sentimiento era otro. Sentía una rara
mezcla de misericordia e indignación. Misericordia hacia esa persona que estaba
mandando mi equipo al descenso e indignación hacia esa multitud con la que
hasta hace dos minutos compartía los mismos anhelos.
Ahí todo cambió
para mí. Entendí que el fútbol, como la vida, necesita mártires. Necesita personas
que se decidan a morir cada día un poco a cambio de señalar dónde está la
justicia. Necesita personas que pongan en juego incluso el buen nombre de su
madre para hacer de este mundo un lugar en el que todos tengan las mismas
oportunidades, en el que los ventajistas que viven en fuera de juego no puedan
sacar tajada.
Perdón, me estaba
poniendo aburrido. Como le dije, antes quería ser abogado.
Más de eso no le
sabría decir. Mi trabajo es duro, pero también gratificante: es muy bonito ver
exultar a la gente con un gol legal. Es estupendo ver a un centrocampista que
sabe filtrar la pelota para dejar al delantero frente al arco sin que caiga en offside.
Es maravilloso cuando termina el partido y no le he dado a nadie motivos para
que hable de mí.
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