Entre silencios y desechos

La siguiente pertenece a una serie de entrevistas ficticias que el autor realizó a esos personajes escondidos que, ocultos y silenciosos, hacen del fútbol una de las más atractivas metáforas de la vida. Al menos de una parte de ella.


Una colilla. Dos. Tres. Cuatro. Hoy llegué a recoger veintidós, porque el partido se fue a tiempo extra. Normalmente, cuando dura noventa minutos, ese señor suele fumarse entre catorce o quince cigarrillos.

Hace unas cuantas horas, este lugar era otro. Somos pocos los que tenemos el privilegio de contemplarlo así, vacío. El silencio es todavía más sobrecogedor cuando eres consciente del mucho ruido que puede llegar a contener este espacio. Sobre todo, después de un partido, cuando puedo contemplar la cancha deshabitada, me sonrío pensando en el motivo por el cuál ese rectángulo verde es una especie de imán para millones de ojos. Obviamente, yo no tengo la respuesta.

No voy a decir que el mío sea un trabajo agradable. No creo que nadie aspire a recoger basura. Pero es un trabajo necesario, y después de muchos años –porque antes no me daba cuenta–, ahora soy consciente de que la comodidad de muchas personas depende de que realice bien mi labor. Personas que probablemente nunca se han planteado mi existencia. Incluso los que vienen a todos los partidos para recibir su dosis semanal de éxtasis, los que consideran el estadio como una segunda casa. Sé que tampoco esos se han preguntado cómo se llama la persona que recoge las latas de Coca-Cola que dejan en el suelo.



Cuando uno es joven e inexperto encuentra mucho más difícil encontrar el lado bueno de trabajos como el mío. Al fin y al cabo, todos aspiran a brillar, a ser famoso, como esos muchachos que juegan a la pelota: todos quieren ser estrellas. Como yo vengo del campo, estoy acostumbrado a las noches despejadas. Por eso me encantaba ir a ver estrellas fugaces, sobre todo en agosto. Y por eso tengo tan claro que todas las estrellas dejan a su paso un rastro. Fue mi abuela la que pensó en esa metáfora, cuando fui a contarle lo frustrado que estaba por tener un trabajo que entonces encontraba tan degradante: mi labor –me dijo ella– era recoger la estela que dejaban las estrellas. Si nadie lo hace, la siguiente chocaría con la basura celeste y no podría brillar.

Así, con el consejo de los míos, poco a poco supe valorar mi trabajo como algo fundamental. Ahora, lo que más me gusta es que después de tantos años he aprendido a conocer a la gente que viene a la cancha: al fin y al cabo, la mitad de los que están son siempre los mismos. Dime lo que tiras al suelo y te diré quién eres.

El señor de las colillas de cigarrillos, por ejemplo, es un sufridor nato. Nunca he visto a nadie que se ponga tan nervioso, incluso jugando contra equipos chicos. El único día que fumó menos de diez fue cuando el equipo metió tres goles en los primeros veinte minutos. Pero eso fue hace muchos años, cuando en esta ciudad todavía se celebraban títulos.

Aunque no me gusta el olor del cigarrillo, la verdad es que prefiero mil veces a los que fuman que a los que mastican chicle. Sobre todo, porque en general los segundos son mucho más desconsiderados. No se puede imaginar lo desagradable que es pasarse horas y horas despegando gomas de mascar pegadas por debajo a las sillas.

El punto de la discordia es la cerveza. Por un lado, me gusta que la gente la beba, porque lo más fácil de mi trabajo es recoger vasos de plástico. Pero por el otro lado, cuando la gente se pasa en la cantidad, empieza a insultar al árbitro y a decir cosas groseras a las señoritas que vienen al estadio. Cosa totalmente inaceptable para un hombre como yo, que como ya dije, salió adelante gracias a su abuela, y de ella aprendió lo que vale una mujer que vale.

Mire, dele otra mirada a la cancha. Dígame si no es como estar en otra galaxia. Dígame si el silencio y el vacío que contemplamos en estas tribunas desiertas no le hace pensar que el partido de esta tarde fue hace siglos. Dígame si seguir aquí, cuando todos ya se han ido, no le hace pensar que en el fondo es usted el único dueño de la casa, el único anfitrión. Dígame si no piensa que el fútbol tendría que darnos un poco más las gracias, como todos los hijos del mundo tendrían que darle mil millones de veces más las gracias a su madre.

Haga el favor de pasarme esa colilla que nos olvidamos de recoger. Gracias por quedarse haciéndome compañía esta noche y perdóneme por haber hablado tanto. Como estoy acostumbrado a esta soledad, cuando estoy con alguien me pongo un poco nostálgico.



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